domingo, 6 de enero de 2008

EL jesuita Fouquet y el chino loco.

En 1723, el jesuita Fouquet regresó a Francia desde la China, en cuya nación había pasado veinticinco años. Las disputas religiosas promovidas por los misioneros en el Celeste Imperio le enemistaron con sus colegas. Quiso implantar allí un evangelio distinto del que predicaban sus compañeros de misión, y trajo a Europa memorias escritas contra éstos. En el viaje le acompañaron dos letrados de la China; uno de ellos murió en el buque, y el otro llegó a París con Fouquet. El jesuita abrigaba el proyecto de llevar el letrado a Roma, para que le sirviera de testimonio del proceder de los padres misioneros que le hacían la oposición en China. Este asunto lo llevaba en secreto.

Fouquet y el letrado se alojaron en París, en la casa de los jesuitas, situada en el arrabal de San Antonio. Los reverendos padres recibieron aviso de lo que intentaba su colega, y Fouquet supo también los designios de los reverendos padres, por lo que, sin perder un momento, en la misma noche salió en posta para Roma.

Los reverendos padres, aprovechándose de la influencia que ejercían, consiguieron que inmediatamente salieran al camino para detenerle; pero sólo consiguieron apoderarse del letrado, que era un joven que no sabía ni una palabra de francés. Los buenos padres acudieron al cardenal Dubois, que entonces los necesitaba, y le noticiaron que tenían en la casa un joven que se había vuelto loco, y por lo tanto le pedían que lo encerrase. El cardenal, fiándose de esta acusación, dictó en el acto una orden reservada, en virtud de la cual el superintendente de policía se presentó para apoderarse del supuesto loco, y se encontró con un hombre que hacía reverencias de un modo muy distinto que con en Francia, que hablaba como si cantara, y que le recibió con asombro. Sintiendo mucho que se le hubiera trastornado el juicio, mandó que lo atasen, y lo envió a Charenton, donde fue azotado, como el abad Desfontanes, dos veces cada semana.

El letrado chino no podía comprender el extraño modo que tenían allí de recibir a los extranjeros. Sólo había pasado dos o tres días en Francia, y le parecían muy extrañas las costumbres francesas. El desventurado pasó dos años a pan y agua entre los locos y los padres correctores. Creyó, pues, que la nación francesa sólo se componía de esas dos clases de hombres: de una que bailaba y de otra que daba azotes a la primera.

Al cabo de dos años cambió el ministerio y fue nombrado otro superintendente de policía. Ese magistrado comenzó a desempeñar su empleo visitando las cárceles y haciendo una visita a los locos de Charenton. Después de conversar con algunos de éstos, preguntó si quedaba algún otro demente en el establecimiento, y le contestaron que sólo quedaba un desventurado extranjero que no le habían presentado porque hablaba un idioma que nadie entendía.

Un jesuita que acompañaba al magistrado le participó que la locura de ese hombre consistía en no contestar nunca en francés, que nada sacaría en limpio de él, y por lo tanto, le aconsejaba que no le hiciese salir. El superintendente insistió, y tuvieron que sacar al infeliz letrado, que se arrojó a los pies del ministro. Este mandó que viniesen los intérpretes del rey para que le interrogaran. Los intérpretes le hablaron en español, en latín, en griego y en inglés; el letrado decía siempre: «Cantón, Cantón.» El jesuita aseguraba que era un poseído.

El superintendente, que había oído decir que había una provincia de la China que se llamaba Cantón, sospechó que el loco sería hijo de esa provincia, y llamó a un intérprete de las Misiones extranjeras que entendía algo el idioma chino, y éste descubrió toda la verdad. El magistrado no sabía qué hacer, y el jesuita no sabía qué decir. El duque de Borbón era entonces primer ministro, y a él le refirieron lo que acababa de suceder. Mandó que entregaran al chino mucha ropa y una importante cantidad y lo envió a su patria, de la que creo que vendrán pocos letrados chinos a visitar Francia. Hubiera sido más político retenerle y traerle bien que enviarle a la China, para que esta nación no formara una mala opinión de los franceses.


Esta historia me la conto Voltaire